Cierto dios disfrutaba
de recorrer el mundo de los humanos cada vez que podía. Tenía fascinación por
esos seres tan perfectamente imperfectos, y también le gustaba jugarle bromas
cada tanto para matar el aburrimiento.
Un día, mientras imitaba
el grito de un jabalí para hacer que unos cazadores se pierdan, vió una ninfa
jugando entre los árboles. Usaba sus ramas para mecerse con el viento mientras
su risa despertaba el canto de las aves.
El dios nunca había
visto algo así, y quedó un momento estudiando sus facciones. Piel dorada, ojos
profundos, pelo largo y lacio. Allí supo de quería poseerla.
Por varios días, le
susurró poemas de amor a las aves para que se los reciten a la ninfa en cada
despertar. Finalmente decidió presentarse personalmente en el solsticio de
verano. Le recitó poemas en latín, en arameo y en sánscrito profesando su amor
con su guitarra.
La ninfa no podía
creer lo que estaba pasando. Había amado humanos y otros seres del bosque, pero
nunca a un dios. Dudó por un momento, pero los ojos verdes de su pretendiente
lograron convencerla.
Esa misma noche se
fundieron en uno solo, logrando disfrutar uno del otro una y otra vez. Y
vinieron muchas noches como esa. Con el tiempo, la pasión dio lugar a un amor
puro e infinito.
Fue entonces cuando la
esposa del dios se enteró lo que estaba sucediendo. En una sola tormenta bajó
al mundo de los humanos buscando la causante de la infidelidad de su esposo, el
padre del niño que llevaba en su vientre. Azotó cada rama, cada rincón del bosque
en el que vivía la ninfa con vientos huracanados y truenos incesantes, pero
nunca la encontró.
Desde entonces, el dios visita el bosque y se
pone a escuchar las aves. Algunos dicen que en realidad escucha a su amada, a
quien convirtió en zorzal para que la diosa no la encuentre.
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