Eran dos ángeles de alas largas. Dos seres etéreos que atravesaban el cielo de estrellas infinitas, cual estrellas fugaces. Iban de la mano desde tiempos inmemoriables, descubriendo planetas y contando galaxias. Su amor era la inmensidad, y la inmensidad era su hogar.
En aquel paseo astral divisaron un espectáculo único: tres luces de coleres brillando una por una al ritmo de tres campanas distintas. El juego de luces y sonidos se repitió un par de veces, y al finalizar, uno de los ángeles se vio envuelto por una de las luces, y fue absorbido por la misma hasta desaparecer.
El ángel que quedó solo en la inmensidad del universo, emprendió la búsqueda de su alma gemela sin muchos resultados, pues las luces de colores dejaron de sonar. Luego entendió lo que había pasado: su compañero debía cumplir un propósito entre los humanos.
Entonces deambuló por el cielo de estrellas, pero ya no descubría planetas ni contaba galaxias, y ya no encontraba en la inmensidad su hogar, hasta que se presentaron ante él tres luces de colores, pero eran diferentes a las de la primera vez. Su luz crecía con cada campanada y a la tercera, el ángel segundo quedó envuelto por una luz que lo absorvió y atravesó un pasillo luminoso. Al salir se había convertido en un bebé recién nacido llorando en la sala de parto y no recordaba nada. El ángel segundo también tenía un propósito entre los humanos.
Unos años más tarde, una chica se enamora de un chico unos años mayor. No sabe por qué, pero siente que él la estuvo esperando muchos años, y algo en los ojos del chico le daba paz, al punto que su corazón le decía que estaba con quien debía estar.
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